Me despierto cada mañana a prepararme mi café.
Y como siempre, despierto pensando en él.
Le pongo a esa bebida que me mantiene viva, una cucharada de vainilla, un poco de crema y dos de azúcar. Lo más alejado que se pueda de lo amargo.
Y pienso en él.
En cómo me levantaba llevándome café a la cama.
“Despierta, ya es de mañana” y acto seguido acariciaba mi espalda.
Eso es lo horrible de quererlo, de no tenerlo.
Que hasta mi taza de café se volvió uno más de tus recuerdos.
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